Orden de Destrucción
Astronáutica
Las actividades de lanzamiento de un cohete espacial son ciertamente arriesgadas. Un vehículo que busca acelerar para alcanzar una velocidad tan elevada como la orbital debe mantener una trayectoria casi perfecta. De lo contrario, corre el riesgo de no alcanzar su objetivo y ser destruido.
Un fallo de lanzamiento, por problemas en los sistemas de propulsión, acarreará la pérdida de la carga útil. Pero si este fallo sucede de forma muy temprana tras el despegue, existe una posibilidad de que el vehículo haga también daño a personas y bienes.
Habitualmente, los centros de lanzamiento se sitúan en zonas estratégicamente situadas para determinados tipos de órbita, buscando minimizar el hecho de que el cohete sobrevuele zonas pobladas durante la primera fase de su vuelo. Si los cohetes deben volar habitualmente en dirección este, el polígono de lanzamiento se situará en la costa este de un continente, de modo que de inmediato tras el despegue el vehículo sobrevuele ya el océano. Así ocurre, por ejemplo, con las instalaciones de Cabo Cañaveral, en Florida. Si la misión apuntase hacia una órbita polar, es decir, una que pase por encima de los polos terrestres, no resultaría conveniente utilizar este centro y se opta en su lugar por la base de Vandenberg, al otro lado del país, donde un cohete puede volar de nuevo por encima del océano. En Rusia, el centro de Baikonur se halla en medio del continente, pero los cohetes vuelan en una dirección bajo la cual existen miles de kilómetros de terreno casi despoblado.
A pesar de estas precauciones, un cohete puede fallar casi inmediatamente tras el despegue, cuando está ascendiendo de forma casi vertical y aún se encuentra sobre zonas habitadas. En esos casos, el vehículo debe ser destruido cuanto antes, una operación que se llama orden de destrucción y que lleva a cabo un especialista tras recibir la oportuna orden de la dirección del vuelo. La explosión impedirá que el cohete siga acelerando, aunque precariamente, y que se mueva de forma aún más descontrolada, amenazando con caer sobre una ciudad cercana. Sus restos podrían todavía representar un peligro, pero siempre será inferior al de un cohete completo cayendo a enorme velocidad contra el suelo.
La trayectoria de los cohetes es seguida desde el primer momento mediante varios sistemas, como radares y telemetría. En cuanto el vehículo se desvía bastante de la ruta ideal trazada anteriormente, debe ser enviada la orden de destrucción. No es adecuado esperar a que él mismo la corrija, lo cual sería improbable y sólo aumentaría las posibilidades de empeorar el problema, porque además la misión estará ya seguramente condenada al fracaso. El seguimiento de una ruta no ideal aumentará las necesidades de propulsión y es dudoso que el cohete lleve suficiente combustible para alcanzar la velocidad esperada o la altitud prevista. Buscando el máximo rendimiento, los consumibles y el peso del satélite que éstos pueden impulsar se calculan con gran exactitud, de modo que cualquier desvío implicará el fracaso de la misión.
Para llevar a término la orden de destrucción, los cohetes llevan a bordo una carga explosiva que se acciona vía radio, armada antes del lanzamiento y manipulada con grandes dosis de seguridad para evitar accidentes involuntarios. Esta carga no es excesivamente potente, pero la explosión destruye la aerodinámica del vehículo y la propia atmósfera se encarga de romperlo, provocando de paso la quema del combustible.
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